JIMÉNEZ RUIZ, Isabel
[Huete,
8 de julio de 1848 / Quintanar de la Orden, 18 de diciembre de 1906]
Isabel
Jiménez Ruiz nació en la villa de Huete, en la Alcarria conquense, el 8 de
julio de 1848 y dos días después fue bautizada en su iglesia parroquial de San
Esteban. Era hija de Juan Jiménez y de Josefa Ruiz, ambos naturales del pueblo
de Aguilar del Río Alhama, en el extremo meridional de La Rioja, y fueron sus
abuelos paternos Benito Jiménez y Antonia del Rodal y los maternos Antonio Ruiz
y María Mayor. Falleció en la localidad toledana de Quintanar de la Orden el 18
de diciembre de 1906, a la temprana edad de cincuenta y ocho años.
El día
6 de octubre de 1877 contrajo matrimonio en la iglesia parroquial de Nuestra
Señora de la Asunción de Salmerón con Antonio Gascón Guerrero, y del matrimonio
nacieron dos hijas: Gregoria, que nació tambie´n en Salmerón el 12 de marzo de 1882 y
falleció en Quintanar de la Orden el 22 de enero de 1909, y Eladia, que vino al
mundo el 10 de junio de 1884 en la misma localidad guadalajareña que su hermana mayor.
Isabel Jiménez Ruiz curso
estudios de Magisterio en la ciudad de Soria, y la Junta Provincial de
Instrucción Primaria de esa provincia castellana certificó el 22 de julio de
1868 que había superado satisfactoriamente todos los ejercicios que eran
preceptivos para el desempeño de la docencia; el 2 de enero de 1869 se le expidió en Madrid el título de maestra
elemental, con el que ejerció el Magisterio hasta su fallecimiento.
Se
presentó a las pruebas para obtener destino en una escuela de niñas y el 25
de marzo de 1871 obtuvo por oposición la plaza de maestra en Mondéjar, en donde
residió hasta el 30 de abril de 1873 en que se trasladó a la escuela de
Salmerón, el pueblo en el que se casó y en el que nacieron sus hijas y en el
que ejerció la docencia hasta el 22 de febrero de 1888; quince años sólo
interrumpidos por los seis meses de licencia por enfermedad que solicitó y
obtuvo en 1878 para curarse en un clima más suave de sus fiebres reumáticas,
según la recomendación del facultativo Juan José Crespo, médico de esa
localidad alcarreña.
El
28 de febrero de 1888 comenzó a dar clase en la escuela de Illana, muy próxima
a su pueblo natal, y allí se estableció en la calle de la Villa baja. En 1897
concursó para ser destinada a una escuela de la ciudad de Guadalajara, pero no
consiguió la plaza, así que el 14 de abril de 1901 solicitó un nuevo traslado a
una escuela de mayor categoría, siendo destinada el 7 de mayo de 1902 a
Quintanar de la Orden, una nueva plaza que
suponía también un ascenso en el escalafón, el segundo que obtenía después del
que había ganado en 1884 por haber mejorado el Ministerio de Fomento la
categoría de la escuela de Salmerón, en la que permaneció cuatro años más.
Sabemos que durante los catorce años que ejerció la docencia en Illana, y muy seguramente en los otros destinos, inculcaba a sus alumnas el valor de su dignidad como mujeres y que gustaba mucho de utilizar en sus clases el recitado de canciones tradicionales y de versos de los poetas del siglo XIX, desarrollando de este modo su memoria; y lo hizo con tal intensidad que algunas de sus alumnas aún los recordaba en su ancianidad.
Sabemos que durante los catorce años que ejerció la docencia en Illana, y muy seguramente en los otros destinos, inculcaba a sus alumnas el valor de su dignidad como mujeres y que gustaba mucho de utilizar en sus clases el recitado de canciones tradicionales y de versos de los poetas del siglo XIX, desarrollando de este modo su memoria; y lo hizo con tal intensidad que algunas de sus alumnas aún los recordaba en su ancianidad.
Durante
su estancia en Illana escribió un artículo titulado “La mujer en el hogar” que
fue publicado en el semanario El Atalaya
de Guadalajara el 18 de abril de 1893; creemos que fue el primero pero
sabemos que no fue el único artículo que publicó, pues en la irregular colección
que se conserva de ese periódico hemos encontrado otro texto con su firma el
día 18 de noviembre de ese mismo año. Era un artículo en el que, bajo una
apariencia contenida, manifestaba ideas muy avanzadas sobre el papel de la
mujer.
No
fue Isabel Jiménez Ruiz la primera mujer de Guadalajara que destacó por sus
conocimientos o que tuvo el aliento necesario para exponerlos en público. Ya en
1886 la también maestra María Magdalena Martínez había escrito un excelente artículo
en el semanario El Domingo, pero
tenía sin embargo un carácter estrictamente profesional, pues estaba dedicado a
“La importancia de la escritura al dictado”, y esa era una materia, la
instrucción de los niños, que según la opinión pública finisecular entraba dentro del ámbito femenino.
La
diferencia que hace destacar a Isabel Jiménez Ruiz es que resulta insólito que en
una fecha tan temprana como 1893, la maestra de un pequeño pueblo de la
Alcarria escribiese en la prensa política provincial, y republicana para más
señas, artículos sobre las cuestiones que planteaba por entonces el feminismo,
rompiendo el estrecho marco de lo doméstico. Se adelantó así a Isabel Muñoz
Caravaca, que no empezó a publicar sus escritos en la prensa provincial hasta
que en el año 1895 llegó a Atienza para ocuparse de su escuela de niñas.
JUAN PABLO CALERO DELSO
JUAN PABLO CALERO DELSO
LA
MUJER EN EL HOGAR
No
es mi ánimo suscitar cuestiones sobre los derechos de la mujer, de si es o no
conveniente que por medio del estudio se eleve a los más altos puestos, pues
plumas mejor cortadas que la mía y talentos más esclarecidos han demostrado con
abundantes razonamientos el pro y el contra de tan arduo asunto.
Y
tan completas demostraciones obliga a confesar a hombres de reconocido talento
(sin que nadie les obligue): “Es cierto que la mujer puede reemplazarnos en
casi todas las profesiones; pero nosotros no podemos reemplazar a la mujer
debidamente en el hogar”.
Sentado,
pues, este precedente irrefutable, siendo la mujer la única para todos los
quehaceres domésticos, para el cuidado esmerado y minucioso de un enfermo
querido, practicando en estos casos a su cabecera actos del mayor heroísmo y
abnegación, se la ve noche y día acudir solícita a su alivio, sin que su
espíritu poderoso se deje vencer por la materia cansada.
Si
se la considera como madre, ¿qué os diré mis queridos lectores? Nada nuevo,
pues en la conciencia de todos están tiernamente grabados cuantos cuidados,
desvelos y sacrificios han merecido de la tierna madre a quien deben la vida, y
pálido resultará cuanto pueda decir para encarecer las virtudes de la buena
madre de familia.
Pero
aquí es a donde quiero traer esta poderosa cuestión, para llamar la atención
sobre un punto de extremada necesidad y de general provecho, si fuera
convenientemente atendido.
Sólo
la mujer ha retrocedido, en el siglo de los adelantos, a los tiempos en que
gemía como abyecta esclava.
Y
que no asuste a nadie mi humilde aserto. La mujer es considerada hoy, para una
gran parte de hombres, como una cosa;
para otros, como un instrumento de placer,
y para muchos, como una esclava miserable;
sus trabajos en el hogar son menospreciados con punible desdén, y sus
sacrificios escarnecidos. Siendo lo más lamentable, que los esposos que obran
así prohíben a la infortunada esposa que eduque y enseñe convenientemente a sus
hijos.
Con
frecuencia escuchamos de aquellos seres, dirigiéndose a sus hijos: “No hagas
caso de tu madre, dile que no te da la gana”. Y frases más duras y soeces.
Ved
ahí explicada la causa de nuestro retroceso; a medida que el hombre avanza en su
desenfreno, usando de las prerrogativas que las leyes le conceden, se erige en
señor y dueño de vida y hacienda de la que Dios le dio por compañera. A medida
que avanza, repito, oprime más y más la cadena en que gime su desgraciada
víctima.
Los
resultados de tan lamentable retroceso, no pasa día sin que se dejen sentir. El
crimen, con horribles detalles a cuál más espantoso, es resultado del poco
respeto que la pobre madre inspira en el hogar doméstico. ¿Podría evitarse? En
gran parte sí.
Concediendo
a la mujer más protección en las leyes judiciales, pues si bien se reflexiona,
las vigentes son por demás injustas con nosotras, y si estas leyes bastaban en
el siglo pasado, al presente no son suficientes, porque la sociedad de hoy no
es como la de entonces.
Antes
la mujer no necesitaba el escudo de la ley porque era amada y respetada de su
esposo y de sus hijos.
Hace
algunos años vi en un periódico, ilustrado con preciosos grabados, un hermoso
cuadro que dice sobre este asunto más que yo pueda expresar: presentaba a los
hijos de antaño yendo a misa cogidos
de la mano de su madre y abuelas, con un recogimiento que hoy parecería
ridículo, pues a dichos niños ya les apuntaba el bozo.
Los
hijos de ogaño los retrataba en las
mesas de los cafés contando a docenas sus conquistas amorosas, con estudiadas
maneras, saboreando sendos puros y echándoselas los bebés de hombres de mundo.
Nada
más fácil que ver desobedecidas a las madres que con lágrimas y sollozos se
oponen a que sus hijos (remedo todavía de hombre), salgan de noche con un
arsenal entre la faja –relinchando a imitación de las bestias- a destrozar
huertos, plantíos, a practicar mil raterías, a producir riñas y escándalos que
llenan de luto a sus desventuradas madres, y en vano éstas acuden a sus maridos
para que hagan valer su autoridad y sujeta al hijo descarriado; pues se ríe y
le contesta: “Déjale, para eso ha nacido hombre”, y esto es lo menos grosero
que responden.
Y
el hijo sigue haciendo progresos en el vicio y termina en el crimen, sin que
las lágrimas de su madre conmuevan al hijo endurecido; y cuando el padre quiere
contenerle, es ya tarde: si antes vio impasible la desobediencia de la madre,
ahora ve su autoridad pisoteada y no puede rechazar el oprobio que cae sobre su
culpable torpeza.
Entre
los aristócratas no es menos temible esta falta de respeto y amor a la madre;
en sus rostros casi infantiles se dibuja el vicio más asqueroso; la crápula y
el despilfarro, los conduce de vicio en vicio al desconocimiento de toda noción
moral.
¿Podrán
ser buenos esposos estos entes?
No:
porque pierden la fe en la mujer y no distinguen a la meretriz de la honrada;
están gastados, todo les hastía y hacen de su infeliz esposa una mártir
desventurada, víctima con frecuencia, de crueles tratamientos inconcebibles y
repugnantes.
Y
que no acuda la esposa al Juez pidiendo amparo, porque sus respuestas la
llenarán de espanto. Pues en más de una ocasión he oído contestar a una
desventurada: “¿La ha matado a usted? Pues no puedo hacer nada”
Isabel
Giménez Ruiz. Illana, 9 de abril de 1893.
(El Atalaya de Guadalajara del 18 de
abril de 1893)
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