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viernes, 28 de febrero de 2014

LEÓN LÓPEZ Y ESPILA

LÓPEZ Y ESPILA, León
[San Clemente, 1799 / Madrid, 1873]

Nació en 1799 en la localidad conquense de San Clemente, hijo de una familia de ricos propietarios agrarios. Para poder estudiar, durante su juventud, residió varios años en la ciudad de Guadalajara. Vuelto a su pueblo natal, después del pronunciamiento de Rafael del Riego en enero de 1820, mostró públicamente su simpatía por el régimen constitucional y entró a formar parte de la Milicia Nacional.
Cuando en 1823 el gobierno liberal fue derribado por los absolutistas, se vio forzado a abandonar la provincia de Cuenca ante la inquina de sus convecinos realistas que, inducidos por el clero, estuvieron a punto de lincharle en la plaza de San Clemente y que, finalmente, consiguieron que se le abriesen varias causas judiciales, en las que fue declarado inocente pero que agotaron su patrimonio particular.
Para sustraerse de la hostilidad de sus convecinos, abandonando a su esposa y al resto de su familia, se trasladó a la ciudad de Granada, donde entró en contacto con la clandestinidad liberal y perteneció al mismo círculo revolucionario que Mariana Pineda. En 1827 fue detenido y puesto a disposición de José Salelles y Palos, regente de la chancillería de Granada e Intendente interino de Policía en esa capital andaluza, que consiguió desvelar las instrucciones para los conjurados que habían sido escritas con tinta simpática en las cartas que se le aprehendieron en el momento de su detención.
Acusado formalmente de conspiración contra el rey Fernando VII, su causa fue instruida por Ramón Pedrosa, alcalde del crimen de la Chancillería granadina y juez regio encargado de estas causas, que le tuvo incomunicado y encadenado en un lóbrego calabozo durante casi tres meses. Sin embargo, y para su fortuna, no fue el encargado de dictar la sentencia, pues a raíz de la agitación de los absolutistas más intransigentes, Ramón Pedrosa fue suspendido temporalmente de su cargo y José Salelles encerrado en el castillo de Murviedro, junto a Sagunto. Según él mismo reconocía, sólo estas circunstancias le salvaron del patíbulo y redujeron su condena a ocho años de cárcel en el presidio de Ceuta, especialmente riguroso.
Gracias a su formación y a los recursos que le enviaba su familia, fue empleado en las dependencias del Hospital del presidio ceutí y pudo dedicarse a los negocios. En 1830, conocedor de que José María Torrijos había llegado a Gibraltar para organizar un levantamiento liberal, en el que participaban sus antiguos compañeros de Granada, consiguió escapar de Ceuta y desembarcar en el vecino territorio marroquí para llegar a Tetuán. De allí fue enviado por las autoridades marroquíes a Tánger donde, traicionado, fue entregado al cónsul español en esa ciudad que, atado y amordazado, lo envió de vuelta a Ceuta. Interceptados por el Bajá, León López y Espila no encontró otra forma de salvar su vida que renegar del cristianismo y convertirse al islam, evitando su extradición y asegurando así su permanencia en territorio marroquí.
Una vez a salvo, no tuvo otro objetivo que incorporarse a la lucha política en España, pero el fracaso de la invasión de José María Torrijos el 2 de diciembre de 1831 le impidió llevar a cabo su propósito. Decidido a abandonar Marruecos y ansioso por trasladarse a Francia, donde después de la revolución de 1830 soplaban vientos favorables para los liberales españoles, en 1832 consiguió embarcar y llegar al puerto de Marsella, para viajar después a Tours y París. No fueron fáciles para él sus años en Francia; tuvo que presentarse ante el arzobispo parisino para ser acogido en el seno de la Iglesia Católica, aunque su conversión al Islam había sido su último recurso para librarse del patíbulo, y sufrió severas penurias económicas que sólo fueron aliviadas por la solidaridad de Pedro Méndez de Vigo, Álvaro Flórez Estrada, la viuda de José María Torrijos y otros exiliados españoles con una posición económica más desahogada.
Todavía tuvo que esperar en Francia varios años hasta que le llegó la amnistía personal y se le permitió volver a España. Aunque aún en vida de Fernando VII, y como consecuencia de las cambiantes circunstancias políticas, se decretó en 1832 una primera y restrictiva amnistía, que fue ampliada por otras medidas posteriores, hasta abril de 1835 no pudo regresar, entrando por La Junquera para dirigirse a Barcelona y, finalmente, llegar a Madrid.
A su regreso publicó el libro Los cristianos de Calomarde y el renegado por fuerza, que salió de la madrileña imprenta de Fernández Angulo en el mes de septiembre de 1835, una obra excepcional porque relata la aventura de los liberales hispanos exiliados en el norte de África durante el reinado de Fernando VII, un grupo ciertamente muy reducido pero cuyo destierro nada tuvo que ver con el de los que se instalaron en París o Londres. Aunque él lo presenta como un relato rigurosamente veraz, y seguramente la mayoría de lo que cuenta y describe ocurriese realmente, parece evidente que algunos de los episodios o personajes están teñidos por el romanticismo de la época. Y si el estilo no es muy cuidado y en ocasiones resulta demasiado coloquial, no se puede negar que es ágil y muy personal, lo que da al libro un cierto atractivo y refuerza la autenticidad del relato.
Hoy en día, el principal interés que despierta este libro es el de una narración costumbrista que nos cuenta, desde dentro y en primera persona, las costumbres y formas de vida en el norte de África en esos años. Si las Cartas Marruecas de José Cadalso nos mostraban la España de su tiempo, bajo el recurso literario de un autor marroquí, León López y Espila entra de lleno en la moda orientalista de principios de siglo y nos ofrece un panorama de Marruecos visto con ojos españoles.
La amnistía que le concedió la Reina María Cristina de Borbón, regente de su hija Isabel II, le habilitaba para ocupar cargos públicos, que eran apetecidos por aquellos que habían perdido años y haciendas en defensa del régimen constitucional. A poco de llegar, León López fue nombrado archivero de los Guardias de la Real Persona, con un sueldo anual de 12.000 reales y en abril de 1836 se le designó Tesorero de Rentas de la provincia de Guadalajara, volviendo a residir en la capital alcarreña. Más adelante, fue destinado en la provincia de Ávila, y allí se encontraba en septiembre de 1840, cuando una rebelión progresista colocó al general Baldomero Espartero al frente del país como Regente y forzó el exilio de la reina María Cristina de Borbón, formando parte como vocal de la Junta Revolucionaria abulense que presidía Joaquín Pérez, y ejerciendo en un primer momento como Intendente de la provincia, siendo también nombrado Secretario Honorario de Su Majestad.
Desde ese momento, León López y Espila alternó sus nombramientos como Tesorero Provincial y otros puestos similares durante los breves períodos de gobierno progresista, con la persecución y el ostracismo que sufría cuando los moderados llegaban al poder. Si en 1840 perteneció a la Junta Revolucionaria de Ávila, en julio de 1854 le encontramos en la Junta de Gobierno de la provincia de Guadalajara, constituida el 21 de julio de 1854 como consecuencia del pronunciamiento del general Leopoldo O’Donnell que volvió a poner al general Baldomero Espartero al frente del gobierno de la nación, y de la que formaban parte José María Medrano López-Soldado, José Domingo de Udaeta, José Serrano, José Martínez, Diego García Martínez, Joaquín Sancho Garrido, Casimiro López Chávarri y Cayetano de la Brena. Aunque más tarde abandonó la provincia alcarreña, su familia siguió vinculada a Guadalajara.
También apoyó la Revolución Gloriosa de septiembre de 1868 que, a pesar de estar próximo a cumplir los 69 años de edad, le devolvió su puesto como contador de primera clase en el Tribunal de Cuentas, hasta que las reformas administrativas emprendidas por la Primera República le volvieron a declarar cesante, por lo que el periódico antimonárquico La Discusión publicó un artículo reconociendo sus méritos y recomendando que no fuese olvidado por el gobierno de un régimen que León López y Espila “mira con júbilo [como] la realización de la idea que él ha sostenido en su larga vida con abnegación admirable”. Pero nada se hizo, y en la segunda quincena de octubre de 1873 la Junta de pensiones civiles aprobó concederle la jubilación, cuando cumplía los 72 años de edad.
En los períodos en que estuvo cesante se ocupó de sus negocios particulares, y así sabemos que fue director gerente de la Compañía minera Segundos Palacios y Golondrinos. Además, el 24 de noviembre de 1860 publicó la Gaceta una Real Orden del gobierno que le concedía “el domino a perpetuidad de las aguas halladas por medio de investigaciones subterráneas en los terrenos del común en la villa de Mancha Real”, en la provincia de Jaén.
Como prueba de su lealtad al liberalismo progresista, estaba “condecorado con las cruces y placas del valor cívico en grado heroico, de sufrimiento por la patria, del pronunciamiento del 54, del año 72, de la Milicia Nacional y otras muchas”.
JUAN PABLO CALERO DELSO

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