BRAVO LECEA, Tomás
[Madrid,
1866 / Cabanillas del Campo, 18 de mayo de 1926]
Tomás Bravo y Lecea nació en
Madrid en 1866. Era hijo de Petra Lecea, que falleció en agosto de 1908, y de Antonio
Bravo y Tudela, un magistrado que llegó a ocupar la presidencia de la Audiencia
Provincia de Guadalajara pero que tuvo a la literatura como su vocación más
intensa y permanente. Escritor profundamente católico aunque decididamente liberal, dejó una
ingente obra publicada, tanto de carácter religioso, destacando su adaptación en
1878 del Año Cristiano de Jean
Croiset; como histórico, con sus Recuerdos
de la villa de Laredo que han conocido numerosas reimpresiones; como
literario, sobre todo sus leyendas religiosas tituladas Los apóstoles y Teresa de
Jesús; como político, entre las que sobresalen Vindicación del pueblo español o La cuestión religiosa con los duques de Montpensier; y también
jurídico, donde merece la pena reseñar sus Comentarios,
formularios y concordancias a la Ley Hipotecaria de 1861 y su Organización judicial y procedimiento
vigente en materia criminal de 1879. Falleció en Madrid en junio de 1891,
de regreso desde el balneario de Fuente Caliente a su domicilio
de Guadalajara.
Tomás Bravo y Lecea contrajo matrimonio el 1 de marzo de 1892 con
Adelaida de Bartolomé Martínez, que le sobrevivió más de cuarenta años y falleció
en Madrid el 9 de octubre de 1967. El matrimonio tuvo siete hijos; dos varones:
el primogénito, que murió siendo un niño en mayo de 1897, y Tomás, que contrajo matrimonio con Josefina Jordana, y cinco hijas:
Pilar, Luisa, Dolores, Soledad y Amparo, que fue
la primera mujer nacida en la provincia alcarreña que obtuvo el título de Bachiller Superior en
1917.
Su esposa era hija de Ramón de Bartolomé Boiteberg, uno de los últimos
descendientes directos de una de las tres familias holandesas que, junto a los
Fluiters y los Waldermé, quedaron en Guadalajara empleadas en su Real Fábrica
de Paños después de que los demás tejedores volviesen a su Leyden natal tras la
huelga de 1719. Ramón de Bartolomé era depositario de fondos municipales del
Ayuntamiento de Guadalajara, y estaba vinculado a la burguesía republicana y
liberal en la que se integró Tomás Bravo y Lecea. Lazos que se vieron
reforzados por el enlace entre su cuñada, Isabel de Bartolomé Martínez, con Victoriano Celada García, que fue
gobernador civil y presidente de la Diputación Provincial y que era uno de los
prohombres del liberalismo romanonista alcarreño, además de un rico propietario
agrario.
Cursó sus estudios de
Bachillerato en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid, y en 1882 ingresó en
la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central, aunque al final obtuvo la
licenciatura en Derecho por la Universidad de Valladolid, matriculándose en
1886 en el centro universitario madrileño para obtener el título de Doctor, grado
que alcanzó en 1887.
El
ejercicio de la abogacía
En marzo de 1892 abrió en Guadalajara su
bufete particular de abogado en el número 11 de la Calle Mayor Alta, aunque
años después lo trasladó a una casa en el número 55 y 57 de la misma calle,
estableciendo una Agencia de Información en la misma dirección. Durante casi
treinta años se dedicó al ejercicio libre de la profesión, como había hecho su
padre hasta que ingresó en la judicatura. Espíritu inquieto, recién estrenado
en el foro fue elegido para
ocupar el cargo de secretario de la Junta del Colegio de Abogados alcarreño; desde este puesto encabezó desde Guadalajara, con el letrado José de Sagarmínaga, una
amplia movilización de los Colegios de Abogados de aquellas provincias que no acogían
una Audiencia Territorial según la nueva regulación de la administración de
justicia que se preparaba desde el gobierno.
Como abogado defendió algunas casusas
que conmovieron a la opinión pública y que tuvieron eco fuera de la provincia;
entre ellas destaca en 1893 la de Paula Madrid, una vecina de Terzaga con sus
facultades mentales alteradas que arrojó al fuego a su hija, y que fue
internada en un manicomio gracias a su defensa. También fue el abogado de María
Crespo, esposa de Vicente del Olmo que era defendido por Miguel Rodríguez de
Juan, un matrimonio acusado del asesinato del ermitaño de Cifuentes, un crimen
que conmocionó a toda la provincia hasta el punto de que el propio Bravo y
Lecea afirmaba que “hace cerca de un año que están Guadalajara y su provincia
pendientes de lo que el día del juicio pueda suceder”. Fue muy comentada su
defensa de “los reos de Maranchón”, condenados por la Audiencia Provincia a
sufrir la pena de muerte, un castigo que movilizó a la provincia para pedir su
indulto, formándose una comisión que realizó numerosas gestiones que fueron
noticia en la prensa nacional.
En 1915 se hizo cargo de la defensa en
otro proceso sensacionalista: el asesinato de Agapito López, vecino de Oter, a
manos de su hermano Félix y sus cuñados Paulino Romero y Vicente López por
instigación de su padre, Anselmo López, con el objetivo de librarse de Agapito,
que tenía un desarrollo intelectual muy limitado, y de repartirse su herencia;
las circunstancias del crimen, envenenando con estricnina su comida, la
frialdad de los asesinos, que contemplaron durante tres horas la agonía de su
víctima, y la búsqueda del cadáver, que arrojaron al Hundido de Armallones,
fueron la comidilla de la provincia y aún de fuera de sus contornos.
Como tantos jurisconsultos de su
tiempo, participó activamente en las luchas políticas de su tiempo, y aunque en
la última década del siglo XIX se identificó con las corrientes republicanas,
acabó recalando en el liberalismo del conde de Romanones, convirtiéndose desde
principios del siglo XX en uno de los más fieles y constantes seguidores del
cacique alcarreño.
El conde de
Romanones acostumbraba a usar los cargos políticos y los empleos públicos como
señuelo para atraerse a sus rivales políticos, así que cuando el partido liberal retornó al poder en 1901, fue
nombrado Oficial del Gobierno Civil, tomando posesión el día 1 de abril, una
designación que no estuvo exenta de dificultades, pues la Ordenación de Pagos
de Gobernación opinaba que no cumplía los requisitos necesarios y no le abonó
sus salarios. Al final, percibió sus haberes y los atrasos, pero en 1903 los
conservadores volvieron a presidir el Consejo de Ministros y fue declarado
cesante. En 1905 fue él quien rechazó su nombramiento como fiscal municipal y
optó por el ejercicio libre de la abogacía, aunque al poco tiempo volvió a ser
empleado público, y de nuevo la vuelta al gobierno de los conservadores le dejó
cesante en 1907. Sólo la aprobación en 1918 del Estatuto de los funcionarios
por iniciativa de Antonio Maura, que establecía la inamovilidad de los
empleados públicos puso fin a sus cesantías y le permitió ser Jefe de la
Sección de Pósitos de la provincia de Guadalajara, cargo del que dimitió en
1923.
Su
labor periodística
Fue su temprana y constante labor
periodística la que dio popularidad y por la que obtuvo mayor reconocimiento y,
seguramente, más satisfacciones. Alcanzó casi todas las metas a las que podía
aspirar un periodista vocacional de provincias: fue corresponsal en Guadalajara
de uno de los principales diarios nacionales, y más concretamente de El Liberal de Madrid, ocupó durante
varios años la presidencia de la Asociación de la Prensa de la provincia y
fundó y dirigió diversas publicaciones.
En
Guadalajara es difícil encontrar una sola cabecera periodística en la que no
colaborase, con mayor o menor frecuencia; su concurso era casi obligado, pues
tenía facilidad en prosa y en verso, amplia cultura y variados intereses. Sus
primeras colaboraciones fueron en El
Atalaya de Guadalajara y en la Revista
Popular a partir del verano de 1891 y llegaron hasta La Palanca, conservador y hostil al conde de Romanones, donde
todavía escribía en 1922 y 1923 breves epigramas en una sección que se llamaba,
acertadamente, Esencias. En el mes de enero de 1893 comenzó a publicarse, bajo
su dirección, la revista La Ilustración,
publicación de vida muy breve, sólo tres números, pero que reproducía
fotografías y grabados.
Después
fue director en una primera época del liberal La Crónica, una responsabilidad que le llevó en algunas ocasiones
ante los tribunales; en 1895 fue denunciado por el abogado y catedrático Miguel
Rodríguez de Juan, que había sido nombrado director del Instituto más, según se
denunciaba, por su militancia carlista que por sus méritos y capacidades, y en
1896 fue denunciado por los ministros Francisco Romero Robledo y Alberto Bosch,
debiendo afrontar un juicio por delito de imprenta.
El 15 de marzo de 1899 salió a la calle El Heraldo de Guadalajara, con Tomás Bravo
y Lecea como director y unos comienzos difíciles, pues un mes después de su
primer número abandonaron su redacción López Palacios, Ramírez, Guijarro,
Luceño y Villarino; no es de extrañar que dejase de publicarse en julio de ese
mismo año. Dos años después se retomó el proyecto, según informaba en El Liberal el propio Bravo y Lecea, que
no tenía empacho en afirmar que el periódico que él preparaba “se dice será inspirado por el
conde de Romanones”.
Pero también fuera de los límites
provinciales se encuentra su firma en revistas como el semanario
gráfico y humorístico Café con gotas
de Santiago de Compostela, La Ilustración
de Álava y La Ilustración de
Barcelona en 1888, La Ilustración
Nacional en 1891, La Ilustración
Española y Americana entre 1891 y 1904, en La Ilustración Católica de España en 1898, en El Motín de José Nakens entre 1903 y 1905, en El Álbum ibero-americano desde 1903 y 1907, en la Revista Contemporánea de Madrid entre
1904 y 1905, en El Heraldo Militar el
1910... Seguramente no hay mejor prueba de su versatilidad que su colaboración,
casi simultánea, en La Ilustración
Católica de España y el anticlerical El
Motín, un caso que creemos que debe ser único.
Pero la actividad periodística que dio una proyección nacional a
Tomás Bravo y Lecea, y que al mismo tiempo le permitió lucir sus conocimientos
jurídicos, fue la publicación de sus Anuarios, que con diferentes formatos pero
con similares objetivos y bajo distintas cabeceras, se publicaron desde 1901
hasta su muerte en 1926 y que, aún después, tuvieron algunos años más de vida
que su propio inspirador. El primer Anuario
Guía de Guadalajara se anunciaba que saldría de imprenta en 1901 coincidiendo
con las fiestas de la ciudad, que entonces se celebraban en el mes de octubre,
con un precio de 2 pesetas. En él se recogían
datos de centros oficiales y de negocios particulares, incluía anuncios
comerciales y otra información exclusivamente referida a Guadalajara.
A partir de 1910 comenzó la edición de
un anuario de curioso nombre, El
indispensable para el abogado y el útil para los demás, una publicación
periódica con formato de libro en la que se recopilaban, con su fecha de
publicación, todas las leyes y normas de distinto rango que estaban vigentes en
el año correspondiente, agrupadas además por temas, lo que justificaba el
título de la obra, que en su primer prólogo se decía inspirada por un discurso
de Joaquín Costa. Durante más de quince años este anuario se convirtió en un
referente para muchos abogados y jurisconsultos, de lo que era buena prueba la
larga relación y el origen geográfico tan diverso de los numerosos anuncios que
insertaba, entre los que destacaban los de prensa escrita de muy distintas
ideologías. Se completaba cada volumen con datos de centros oficiales de
especial interés y con unas páginas en blanco que servían para hacer
anotaciones o usarlo como agenda; en conjunto, este Anuario había sido
concebido como una herramienta de trabajo. Tuvo su primera redacción y
administración en el piso bajo del número 14 de la calle Estudio de
Guadalajara.
A partir de 1926, el año de su
fallecimiento, se llamó Anuario Jurídico y siguió publicándose, por lo menos,
hasta el año 1934. Durante esta última etapa ofrecía, además, “la
ventaja de tener al corriente a sus suscriptores de las disposiciones que se
dictan durante el año, merced a la publicación de suplementos periódicos”.
Desde su marcha a Barcelona, la administración del Anuario estuvo establecida
en el número 11 del Paseo Colón de la capital catalana.
La publicación de estos diferentes
Anuarios encontró un eco nacional y muchos diarios anunciaban sus nuevas
ediciones y ofrecían comentarios laudatorios sobre su contenido; de entre todos,
podemos citar algún ejemplo del diario madrileño ABC, que si en 1915 se congratulaba de la aparición del anuario
“que el culto publicista y jurisconsulto Sr. Bravo y Lecea viene publicano con
tanto aplauso”, en 1922 advertía que “el prestigio de esta firma nos releva de
hacer un elogio, que, por otra parte, no necesita publicación tan conocida”.
Su
obra literaria
Tomás Bravo y Lecea, como su
padre, siempre encontró un hueco para desarrollar su intensa vocación
literaria. Una buena parte de sus colaboraciones periodísticas fueron poemas o
relatos breves, por lo que su obra aunque nutrida y de gran difusión se
encuentra muy dispersa. Valga como ejemplo
su obra teatral en verso titulada Delirio
artístico, de la que publicó un breve fragmento en La Ilustración Hispano-americana del 4 de octubre de 1891, y que se
decía se estrenaría en breve por la compañía de Ricardo Calvo, una de las más
aplaudidas del momento.
En
Guadalajara mostró esa inspiración literaria desde que llegó a la ciudad; en
1890 participó en los Juegos Florales organizados por el Ateneo Caracense a
iniciativa de su presidente, el que sería después su íntimo amigo Antonio
Molero, presididos por Segismundo Moret y Álvaro de Figueroa, conde de
Romanones. Fueron premiados en este certamen poético, además de Tomás Bravo y
Lecea, Miguel Arenas del Espino, de
Alicante; Gonzalo de Castro, de Málaga; Vicente Rivas y Carpintero, de Madrid;
Eugenio Bergé, de Málaga; y los escritores alcarreños Juan Diges Antón y Antonio
Pareja y Serrada, aunque este último residía por entonces en Madrid.
Creemos que su primera obra
editada fue Nubes
y celajes, subtitulada como “Bocetos a la aguada
con ilustraciones de Asencio, Huerta y Pastor y fotograbados de Gaviria”, que
se publicó en Valladolid en 1889. Fue el autor de Cariños redentores, que describió como tríptico cómico-dramático, que
salió de la imprenta alcarreña de Antero Concha en 1913. En colaboración con el
sacerdote Ignacio Calvo Sánchez escribió la novela por entregas titulada La flor de la Alcarria, que para Madrid Cómico era “interesante
y escrita con corrección y galanura”, y de la
que Las Dominicales del Libre Pensamiento
destacaba su “esmerada
impresión y buena letra”.
Además en 1907 colaboró con un muy breve poema en el libro Cancionero de los amantes de Teruel, una
iniciativa del escritor turolense Domingo Gascón y Guimbao que reunió 500
poemas breves relacionados con la leyenda de Isabel de Segura y Juan Martínez
de Marcilla “escritos por los mejores poetas contemporáneos” y reunidos en un
libro que se publicó en Madrid; en la obra también participaron otros
alcarreños como Gabriel María de Vergara, Antonio Pareja Serrada, Jorge Moya de
la Torre, Alfonso Martín Manzano, Luis Cordavias Pascual, Eduardo Contreras,
Ignacio Calvo, Carlos Jiménez Athy o Máximo Arredondo. Por
último, también escribió el libreto de un juguete cómico del género lírico, al
que puso música Miguel Mayoral Ugalde, que se estrenó en noviembre de 1889 con
una lectura de la obra en el Casino de Guadalajara, a cuyos socios estaba
dedicada la pieza, que gustó mucho a los asistentes.
Actividad
social
Tomás Bravo y Lecea desplegó una intensa actividad
social durante su estancia en Guadalajara. Fue socio del Ateneo Caracense y en enero de 1895 inició un debate sobre La clase obrera que se abrió con una
conferencia en la que se mostró partidario de la participación de los
trabajadores en la propiedad de las empresas o el establecimiento de trabas legales a la tiranía
de la propiedad individual, una opinión compartida por
republicanos como Emilio Castelar. Le contestó Miguel Sánchez, un obrero
empleado en la brigada topográfica que defendió el punto de vista de los
trabajadores. Las charlas de Bravo de Lecea despertaron tanto
interés que se publicaron en un folleto.
También colaboró con el Ateneo Instructivo del Obrero,
y fue uno de los oradores en la jornada de inauguración de su primera sede
social el día 10 de mayo de 1891.
Asimismo, fue socio del Casino de Guadalajara, llegando a ocupar el cargo de
Bibliotecario en la Junta Directiva elegida en 1900, y fue el
primer delegado en la provincia de Guadalajara de la Asociación de Publicistas.
En
1909 encabezó el proyecto de reorganizar un Ateneo científico y cultural en la
capital alcarreña, pues el Ateneo Caracense había terminado por disolverse en
los últimos años del siglo XIX y el Ateneo Instructivo del Obrero tenía, cada
vez más, un carácter obrerista y una más constante dedicación a la instrucción
popular y a la divulgación cultural. Sin embargo, la iniciativa se pospuso a
causa de los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona y de la Guerra de
Marruecos de ese verano según informaba la prensa provincial, aunque no volvió
a tratarse del asunto, lo que hace pensar que no encontró mucho eco entre la
burguesía de la ciudad.
Desplegó una notable actividad política, casi siempre a
las órdenes del conde de Romanones, del que se convirtió en uno de sus más
fieles propagandistas, como puso de manifiesto en numerosas ocasiones, y que le
valió ya en 1895 ser nombrado vocal de la Junta provincial de Instrucción Pública. Durante la Primera Guerra
Mundial se mostró firme amigo de las potencias aliadas, y llegó a tomar la
palabra en un banquete aliadófilo celebrado en el Hotel España de Guadalajara. En 1911
quiso fundar
una Caja de Ahorros y un Monte de Piedad en Guadalajara, pero el proyecto no
salió adelante, pues sólo 118 vecinos de la provincia hicieron
aportaciones para el capital fundacional, que quedó muy lejos de lo que se
había considerado necesario, corriendo Álvaro de
Figueroa con los gastos ocasionados por su fallida
gestación.
Pero,
sobre todo, fue un personaje enormemente querido y popular en la ciudad, como se puso de
manifiesto en el verano de 1918 cuando, a raíz de los luctuosos sucesos de esos
días, se formó una Junta de Arbitraje entre patronos y obreros para la que fue
elegido. Y resultaba imprescindible en todo acontecimiento social: “Era
circunstancia precisa que en muchas fiestas literarias y en todos a cuantos
banquetes asistía, hiciese uso de la palabra, deleitando a todos los
concurrentes con su inagotable ingenio y con sus graciosísimas ocurrencias”,
decía el semanario Flores y Abejas en
su nota necrológica, y La Unión
recordaba en iguales circunstancias su activa participación en tertulias y
reuniones.
En 1923 abandonó la ciudad de
Guadalajara y pasó a residir en Barcelona, pero tres años después volvió a la
provincia alcarreña en busca de recuperación para su salud, estableciéndose en
la villa de Cabanillas del Campo, donde falleció el día 18 de mayo de ese año,
aunque fue enterrado en el cementerio de Guadalajara.
JUAN PABLO CALERO DELSO
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